Exposición colectiva en ABM Confecciones: REVOLUCIÓN


Desde el viernes 24 de noviembre al 3 de diciembre
en horarios de viernes de 17:00 a 20:00h, sábado de 12:00 a 14:00 y de 17:00 a 20:00 y domingo de 12:00 a 14:00 y de 15:00 a 20:00 se puede visitar la exposición colectiva en ABM Confecciones que reflexiona en torno al siguiente texto: 

 

Hace ya algún tiempo que el concepto de revolución, después de dos siglos en los que había ocupado un espacio de centralidad en el discurso y en la experiencia político y social, parecía desgastado, propio de un tiempo pasado y sin posibilidad de recorrido futuro. Su aparente agotamiento, en la era del cinismo difuso, estaba asociado a la soberbia proclamación del triunfo definitivo del modelo capitalista neoliberal el cual, a través de uno de sus ideólogos más destacados: Francis Fukuyama, decretaba el fin de la historia. En definitiva, el advenimiento definitivo del reino de la libertad, esto es la autorealización de la historia en términos neohegelianos. El malestar social, sin embargo, no parecíaconfirmar estas tesis. A lo largo de un mundo sometido, cada vez más y gracias a la expansión tecnológica, al imperio del capital transnacional, en una versión concreta de la globalización, se fueron sintiendo las consecuencias catastróficas de un sistema desregularizado y privatizador.
En dicho contexto, emergían diversas respuestas que se resistían a este celebrado fenómeno, desde la aparición en la escena política del populismo, en el mejor sentido de esta noción, latinoamericano hasta los movimientos sociales antiglobalización. A pesar de estas respuestas la atmósfera social predominante, al menos en el contexto occidental, parecía estar dominada por una desesperanza donde las posibilidades de transformación se habían desvanecido en el pasado. De este modo, los únicos cambios que podían concebirse eran los que el propio sistema dominante ofrecía en términos de expansión del capital y desarrollo de la tecnociencia. De entre aquellos que sentían esta opción única como una forma de opresión, no pocos percibían como única salida a esta situación, la sustitución del anhelo revolucionario por el deseo del advenimiento de la catástrofe definitiva. Esto es, la revolución se tornó en apocalipsis. Muestra de tal ambiente lo constituye la producción cultural de los tiempos recientes donde han proliferado trabajos cinematográficos, televisivos o novelas cuyos argumentos han estado basados en el fin del mundo ya sea por catástrofes naturales, habitualmente provocadas por el desarrollo de un modo de vida capitalista expansivo, o por la aparición de un otro monstruoso en diversos sentidos.
En todo caso, la colonización del imaginario global por parte del sistema dominante como ideología única ha tenido como consecuencia la imposibilidad de imaginar un mundo otro y, ante el descontento social con esta propuesta, el recurso a la idea de fin de los días como vía de escape a estas condiciones vitales. Es en este sentido en el que Fredric Jameson se manifestaba a mediados de los noventa del siglo pasado: “Parece que hoy en día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo; puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación.” Lo que Jameson atribuye a la debilidad quizás haya que considerarlo desde la perspectiva de la saturación y el control de la imaginación, donde la producción cultural tiene su responsabilidad en cuanto que constructores de las narraciones constitutivas de realidad efectiva y posible. Se abordará aquí, de este modo y más adelante, cual ha sido el papel que históricamente y en el presente ha jugado la cultura y el arte cuando se ha inmerso en la imaginación revolucionaria.
Como se expresaba al inicio, con el cambio de milenio parecía que ya estaba todo hecho. El modelo demoliberal se consolidaba y las vías alternativas habían quedado ocluidas en virtud de un desfondamiento de los relatos de transformación propios de la modernidad. Desde unos años antes, sin embargo, venía larvándose una rebelión que tendría paradójicamente como sujeto revolucionario a la clase dominante. La rebelión de las élites, como la denominó Christopher Lasch en 1995 , define un fenómeno donde las clases privilegiadas, del entorno económico y político, deciden liberarse de los vínculos que los unen al resto de la sociedad y dar por finalizado unilateralmente el contrato social. Establecen así un mundo aislado presidido por una pulsión de acumulación total, material y de poder, y la falta de una genuina empatía con el resto de la sociedad, no estando dispuestos a una distribución, ni siquiera mínima, de la riqueza salvo que ésta suponga un incremento de su poder sobre esas poblaciones. Esto supone, según Lasch, una fragmentación de los estados y una traición a la democracia.
El punto álgido de esta revolución desde arriba, y desde luego más visible para la población en general, será la crisis financiera que estalló hacía 2007 y que bajo esa forma ocultaba un cambio de paradigma, cuyos orígenes se situaban décadas atrás, que han provocado un escenario de devastación social. En esta situación se ha revitalizado en el imaginario social la idea de revolución cuyas expresiones más visibles, al menos mediáticamente, lo han constituido, entre otros, fenómenos como las primaveras árabes, el 15 M en el Estado español o el Occupy Wall Street neoyorquino. Ante esa aparente recuperación social de lo político y la situación actual de los contextos donde acontecieron ―el fracaso de la vía árabe y la elección de Mariano Rajoy y Donald Trump como presidentes― cabe preguntarse por la efectividad “real” de esos movimientos.
El mencionado interrogante ha abierto un debate amplio y controvertido del que, en estos momentos, no nos ocuparemos aquí. El objeto de la propuesta que se presenta es analizar cómo la producción artística se ha tratado con las diferentes manifestaciones de la revolución, puedan ser consideradas éstas más o menos genuinas, y qué posturas pueden adoptarse desde este territorio en un momento de emergencia de la noción revolucionaria. Se ha decidido tratar este asunto en un momento en el que se cumple el centenario de la Revolución de Octubre, que al parecer se ha convertido en una efeméride incómoda tanto dentro como fuera de Rusia. La elección de este marco ha estado asociada a que en los primeros tiempos del referido acontecimiento existió una nítida confluencia entre lo político, lo social y lo artístico en un lugar que pretendía construir revolucionariamente, desde una posición aparentemente igualitaria, una utopía social que, a la postre, terminaría con el fracaso de sus principios por el advenimiento del estalinismo.
Si se trata de establecer una genealogía de las relaciones entre lo artístico y la revolución podríamos remontarnos a los tiempos de la Revolución francesa. Bajo su influjo, años más tarde de este fenómeno revolucionario, sostuvo que el arte debía ser una vanguardia que fuera decisiva en la transformación social: “Seremos nosotros, los artistas, la vanguardia: el poder del arte, en efecto, es más inmediato y más rápido […] ejercemos una influencia eléctrica y victoriosa.” A partir de ese momento, serán muchas las evidencias de los vínculos entre los movimientos revolucionarios y lo artístico. A pesar de las mismas, la historiografía y la teoría clásicas, ideológicamente situadas bajo la apariencia de neutralidad, ha tratado de ocultar dichas relaciones. En palabras de Gerald Raunig:
“La historia del arte, la crítica de arte y la estética evitan alegremente mencionar lo que hay de político en el arte, permaneciendo especialmente mudas sobre las concatenaciones del arte y la revolución. Dado que son muchos los grandes nombres de la historia del arte que también estuvieron implicados en revoluciones, los peligrosos cruces entre activismo artístico y político con regularidad se trivializan, menosprecian u omiten. El “y” no se permite; tanto el arte como la revolución pierden su cualidad maquínica cuando se historizan y filtran a través de las disciplinas del arte. De la época en que Gustave Courbet se interesó cada vez más por las políticas culturales, en la década de 1860, la historia del arte sólo relata su declive artístico, y del Courbet revolucionario, miembro del Consejo de la Comuna de París, nada se dice. A pesar de que los situacionistas jugaron un papel importante en los acontecimientos que condujeron al Mayo del 68 en París es justo esta fase, y no su fase inicial antiarte de los cincuenta o de las películas de Debord en los setenta, la que se mantiene en la oscuridad. Y si algunas prácticas artísticas actuales desembocan en solapamientos temporales entre las máquinas artísticas y las máquinas revolucionarias al interior de las corrientes antiglobalización, de las luchas migrantes o del movimiento contra la precarización, puede que quizá se las explote puntualmente en el campo artístico, pero no son incluidas como prácticas transversales en el canon de los estudios artísticos.”
Este mismo autor, precisamente, señala “cuatro modos de agenciamiento” entre arte y revolución, que suponen maneras o modos en las que esta relación se ha ido produciendo a lo largo de la historia . Dicha propuesta resulta interesante aquí para abrir un campo reflexivo en torno a cómo las prácticas artísticas pueden relacionarse con el fenómeno revolucionario. A continuación se delinearán las características básicas con las que este autor define estas cuatro categorías.
La primera de ellas, que responde a la denominación de “modo secuencial”, se define literalmente como: “Las prácticas secuenciales de unas máquinas siguiendo a las otras se desarrollan a lo largo de líneas temporales que sugieren una secuencia: arte, revolución, arte de nuevo.” En estos métodos los artistas se involucran en procesos políticos y revolucionarios y vuelven posteriormente hacía posturas artísticas. Sería necesario, no obstante, desarrollar un posicionamiento crítico a una lectura que delimite tan claramente estos periodos, estando la labor de la internacional situacionista, que el autor utiliza para ejemplificar este modo, siempre en profunda relación con ideales revolucionarios, antes del Mayo del 68 y después de éste.
Continuando con diferentes modos de agenciamiento encontramos el denominado “concatenación negativa” basado en un choque por profundas incompatibilidades entre las estructuras artísticas y políticas y que se retrata en la acción Kunst und revolution , desarrollada por el accionismo vienés en junio de 1968. Esta obra corresponde a la fase más política de dicho movimiento artístico, y puso de manifiesto los diferentes intereses entre los estudiantes organizadores y los propios artistas. De esa pugna en forma de acción artística derivaron negativas consecuencias. Por un lado la disolución de la organización político- estudiantil que había preparado el encuentro y por el otro una violenta persecución mediática y judicial que acabaría con el exilio de los artistas. Sin embargo y a pesar de lo “negativo” de este modo de relación entre arte y revolución, supone un agenciamiento entre ambos, muy lejos de la “negación de la concatenación” que niega que tal relación pueda existir.
Diferente a este choque resulta la “concatenación jerárquica” determinada por la posición de superioridad de una de las máquinas frente a la otra. Casos en los que los movimientos políticos y revolucionarios se apropian de los elementos del arte subordinándolos a sus intereses o también casos de artistas que utilizan el sentimiento de lo revolucionario desde una razón cínica. No obstante, esta subordinación ha sido en muchos casos una elección de los propios artistas, como es el caso de algunas de las prácticas llevadas a cabo durante las vanguardias soviéticas, donde el arte era entendido por éstos, como una parte más de la revolución y su finalidad era divulgar ésta.
Finalmente enunciaría la “práctica transversal” donde se realizan ejercicios de cuestionamiento del sistema capitalista y la precariedad a través de tácticas de activismo cultural, génesis de propaganda, reapropiación de publicidad y eslóganes corporativos, carteles, grafitis… Ejemplificadas en grupos como Yomango y plataformas revolucionarias como EuroMayDay, y que suponen para el autor una manera de convivencia entre ambas que no produce confrontación, como queda expresado literalmente:
“En esta situación el arte y la revolución no emergieron como dos campos diferentes como dos bloques opuestos, sino ambos como máquinas que fueron capaces de solaparse en ciertos puntos. Es en este solapamiento de la máquina revolucionaria y la máquina artística donde y cuando la molecularidad y la transversalidad suceden.”
No se trata aquí de adherirse a ninguno de los modos que propone Raunig como táctica adecuada para establecer una relación entre arte y revolución. Ni si quiera de confirmar o criticar el sistema analítico del mencionado autor que tiene como resultado el despliegue categorial antes desarrollado. Más bien la intención, de la inclusión de estos argumentos en el presente texto, es aportar materiales que faciliten el debate de un asunto de gran complejidad como es el de las relaciones entre las prácticas revolucionarias y las artísticas. Seguidamente se ampliarán las referencias con los argumentos que David Roberts desplegó en su análisis sobre la pieza teatral de Peter Weiss, de 1963, La persecución y asesinato de Jean-Paul Marat representada por el grupo teatral de la casa de salud mental de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade, cuyo título se suele acortar como Marat/Sade. Roberts establece su marco de análisis desde una óptica en la cual asume que el trabajo de Weiss confronta dos modos concretos, y hasta cierto punto contrarios, en los que la producción dramatúrgica aborda la praxis revolucionaria. En este sentido señala:
“La confrontación de Brecht y Artaud es indudablemente central para el poder perturbador y la fascinación de Marat/Sade ha sido ampliamente reconocida por los críticos. Lo que, sin embargo, no se ha reconocido es que Weiss está confrontando aquí las dos formas teatrales más radicales del proyecto vanguardista de cancelar la separación entre arte y vida. El teatro racionalista del extrañamiento didáctico y el teatro de la locura, el crimen y la revuelta han sido concebidos como críticas prácticas de la representación autónoma y cerrada y del teatro como institución, ya que cada uno intenta escapar de la contención institucional del arte cruzando las fronteras que separan la representación de la realidad, el escenario de la audiencia. Pero por supuesto de maneras radicalmente opuestas, ya que sus concepciones de los fines del arte derivan de premisas antropológicas mutuamente excluyentes.”
Esta contraposición que establece Weiss en lo relativo a como se asume la práctica vanguardista desde lo artístico opera, asimismo, en la constitución de dos genealogías que desbordan este marco para proyectarse a los campos de lo social y lo político y que agruparían a Brecht y a Marx cuya figura teatral sería Marat, por un lado, y a Artaud y Freud representados por Sade, por la otra. Estas dos líneas se confrontan en el marco temporal que siguió la Revolución francesa, exponiendo uno de los asuntos que se originó en ese momento y que quedó en suspenso: “El arte como liberación y la liberación del arte […]” Esta dialéctica, a juicio de Roberts, irresoluble trae consigo la consecuencia de arrojar luz sobre la propia naturaleza represiva de la Institución Arte “[…] al contrastar la «revolución en el teatro» de la vanguardia con la obra de la Revolución.” En este sentido, la propuesta que encierra el Marat/Sade de Weiss, según los argumentos de estirpe postmoderna de este autor, no se orientaría hacía una resolución de este conflicto entre posiciones enfrentadas en su trato con la revolución. Más bien se articularía por un impulso develatorio del “marco institucional de la representación” , operando, en definitiva, como autocrítica inmanente del arte. Este planteamiento, que ha fundamentado numerosas muestras de arte político y social de las últimas décadas, supone, hasta cierto punto, una suspensión de las posibilidades del arte de intervenir de manera directa, inmersiva, en los procesos revolucionarios. Es dentro de la institución, por tanto, que las prácticas pueden actuar políticamente, mostrando el carácter contradictorio del arte y apuntando, sin el poder de realización, hacía un horizonte utópico que sólo puede ser enunciado en el interior de dicho marco. Roberts, en este sentido, enumera las diversas opciones que se manejan en la pieza de Weiss, correspondiendo las dos primeras a las posturas de Brecht y Artaud respectivamente, para concluir que la potencialidad revolucionaria del arte sólo puede ser preservada dentro de la institución que se inserta en el devenir de una historia inacabada. Sobre estos asuntos afirma:
“El fin del «arte» (la obra dentro de la institución) puede ser: 1) la revolución como liberación de la prisión externa e interna; 2) la anarquía y la desublimación, el retorno de lo reprimido, como la liberación de todas las normas externas e internas, incluso las normas represivas que definen e encierran institucionalmente la locura, una orgía de destrucción; 3) la asimilación de la liberación por el reforzamiento de la institución, el orden napoleónico como resultado de la Revolución. Todos estos finales están «contenidos» en Marat/Sade como realidad histórica (2 y 3) o como historia inacabada, es decir, como posibilidad utópica (1). Pero por supuesto el verdadero fin del arte sólo puede ser la utopía, sólo ella sería el fin real de la obra, la verdadera huida de la historia, el fin de las repeticiones de revuelta y represión. Es por esta razón que el fin utópico del arte sólo se puede expresar en el arte ―y esto quiere decir dentro de la institución. Entre las alternativas de la destrucción de la institución ―la desublimación del arte― y su reforzamiento ―la «autonomía» reforzada del arte―, y más allá de ellas, Peter Weiss mantiene la dialéctica en suspenso.”
Más allá de las consideraciones críticas que este tipo de discurso pueda suscitar ―a la vista de los discretos resultados, en términos de transformación, que han obtenido las prácticas artísticas de carácter autocuestionador [fundamentalmente desde la Crítica Institucional] que desde lo institucional se han producido con cierta frecuencia en las últimas décadas― resulta de gran interés aquí el análisis de Roberts en relación con los diversos modos en los que la práctica artística se ha relacionado con lo social y lo político en el contexto del impulso revolucionario.
En conclusión, de lo que se trata aquí no es de establecer unas tácticas que se consideren efectivas o útiles en su aplicación en la confluencia de estas prácticas, las del arte y las de la revolución, más bien, como antes se ha indicado, la intención es la de abrir un interrogante que propicie un espacio de reflexión y acción en torno al problemático y complejo lugar de intersección entre el arte y la revolución.